Este domingo, con la ilusión de cambiar el panorama entre las mil y un tareas pendientes y nuestra obsesión por explorar, decidimos salir a la aventura. ¿El destino? Un pintoresco pueblo francés (de esos que prometen ser el escenario de cuentos encantadores y boulangeries que te hacen llorar de felicidad). Spoiler alert: terminamos en un lugar digno de una película de suspenso. Llegamos y... nada. Ni una boulangerie. Ni un alma. Ni siquiera un gato cruzando la calle. El silencio era tan absoluto que hasta los grillos debían estar de vacaciones. ¿La primera reacción? Mirarnos con cara de “¿En serio hemos cambiado el sofá por esto?”.